telegraph avenue, michael chabon

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A esta altura de los acontecimientos, ya no resulta necesario enumerar los sucesivos intentos que la generación post-Pynchon ha realizado de ponerle el punto final a esa abstracción crítica que se ha dado en llamar “gran novela (norte)americana”. Las miles de páginas que se suponen escritas con ese imaginario y hasta cuestionable objetivo en mente contienen, por el momento, unas pocas grandes novelas y otras muchas cuyo valor literario puede ser discutido hasta el hartazgo. Muerto prematuramente el mejor exponente de esa pandilla salvaje (David Foster Wallace), concentrado otro en ofender a cierta crítica canónica a través de la experimentación con la cultura del desecho, el asco y el reciclaje (Chuck Palahniuk) y empecinado un tercero en la saturación –como si quisiera ganar por el agotamiento o la intimidación de sus competidores– y la monumentalidad (Jonathan Franzen), quedaba por ver, entonces, qué haría en este sentido un caso extraño y anómalo, más “pequeño” si se quiere, como Michael Chabon, un escritor cercano, hacia fines de los años noventa, a cierto sonambulismo pop que casi no anticipaba algunos de sus movimientos posteriores, mucho más ambiciosos. Chabon ya había entregado dos novelas notables –Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (2000) y El sindicato de policía yiddish (2007)– y recibido el Pulitzer cuando comenzó a fantasear con una serie televisiva que transcurriera en una disquería de vinilos de segunda mano. El proyecto nunca prosperó, pero motivó la aparición de Telegraph Avenue, novela que clausura esta suerte de trilogía sin reparos. Valga esta aclaración como clave de lectura, porque el origen más o menos circunstancial de este libro no debe sugerir en hipotéticos lectores una maniobra sentimental al estilo Alta fidelidad (1995) de Nick Hornby. Los temas y las preocupaciones de Chabon son distintos –siempre lo fueron–, y aunque aquí están otra vez sus marcas y muecas (una relectura obsesiva de momentos y fases del desarrollo de la cultura popular; personajes que no encajan en el tiempo que les ha tocado vivir o, simplemente, no sienten necesidad de ello; una sobria y a menudo melancólica aproximación a la condición humana en esos pocos momentos en que ciertas verdades se hacen claras), reaparecen con la espontaneidad y la alegría de quien vuelve a ver y escribir las mismas cosas pretendiendo –y logrando– hacernos creer que recién las descubre.

¿Qué separa a Chabon de Franzen? Casi todo, y lo que podría utilizarse para elogiar al primero serviría perfectamente para defenestrar al segundo. Digamos, entonces, que Telegraph Avenue es una novela larga, claro; pero larga por aliento y no por acopio o acumulación indiscriminada de capital intelectual. Y es, también, una novela inteligente y mucho más significativa para nuestra época de lo que algunos de sus guiños y manierismos, quizá demasiado autoconscientes, podrían llegar a sugerir. No es mejor que esa obra maestra de Jonathan Lethem titulada La fortaleza de la soledad (2003), con la que comparte poses y contraseñas, pero Telegraph Avenue puede leerse con ella –y agregándole, incluso, La tormenta de hielo (1994) de Rick Moody– como los sucesivos relevos en esa larga carrera de fondo donde toda una generación de ya no tan jóvenes escritores norteamericanos espía, recorta y borronea la historia de su país en viñetas de cómics, armonías de jazz, soul y funk, emblemas de juguete y los prospectos médicos de los tranquilizantes y antidepresivos que vieron consumir a sus padres biológicos y literarios.

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