El testigo lúcido, María Negroni

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La poesía de Alejandra Pizarnik es uno de los clásicos más poderosos de nuestra literatura, con impacto prolongado, incesante, y siempre intensamente perturbador. Quedar conmovidos de modo indeleble por ella es una experiencia singular y a la vez compartida. En cambio, es muy infrecuente que del amor fiel a las huellas imborrables de esa lectura resulte -como aquí- otro clásico, el ejercicio a la vez crítico y poético de una ética de la entrega.
 
Este libro de María Negroni es al mismo tiempo la rara voz de un acontecimiento que no cesa, una arenga convincente a favor de la guerra que la poesía libra de modo extremista contra la subjetividad y contra las patrañas de la Cultura, una delectación de la inteligencia crítica y una epifanía de la incertidumbre.
 
 
Miguel Dalmaroni
 
   
Fragmento
Prólogo
Como casi todas las poetas de mi generación, comencé a leer a Alejandra Pizarnik después de su muerte. Para mí, ella fue y sigue siendo una escritura, es decir un enigma generoso.
 
Al principio, me dejé hipnotizar. Fui y vine por esas miniaturas como quien aprende a escuchar lo inmenso de las cosas que no sabe. Después me distancié. Después volví a empezar, por otro lado. Durante años, me dediqué a buscar en los textos "malditos" de su producción (La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa) alguna clave para descifrarla, como si fuera posible rescatar, a través de los reversos delirantes y procaces de esa sombra, un mundo más veraz, más vivo. Quería descubrir, se me ocurre, el cuadro debajo del cuadro, entender de qué modo lo obsceno y lo lírico se atraen y repudian en esa suerte de libre circulación textual que se enseñorea en su obra y hace de toda fuga, paradójicamente, una imposibilidad.
 
Tuve, en algún punto, la visión de una obra sitiada. Los poemas se me antojaron como esas aldeas medievales que expulsaban la podredumbre extramuros: pequeñas fortalezas protegidas por múltiples hileras de murallas, afuera de las cuales se agolpaba lo indeseado. Nunca la poesía me pareció más sórdida (y vulnerable), puesto que era el anverso de aquello que los muros mantenían a distancia: la sexualidad expuesta como llaga, el pútrido olor de los cadáveres.
Pensé que los textos "malditos" se erguían, frente a ella, como un testigo lúcido (la expresión es de Aldo Pellegrini) pero no se le oponían. Más bien, eran la prueba contundente del famoso dictum pizarnikiano de que "cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa". Como quien crea para sí múltiples nichos literarios, Pizarnik agregaba ahora nuevos personajes a su colección de heroínas, niñas-monstruo y bêtes noires: Erzébet, Seg, Hilda la polígrafa, como versiones degradadas de "la náufraga" o "la que murió de su vestido azul". No sólo eso: de pronto, su escritura parecía una geografía girando hacia el afuera de sí misma para abismarse en lo que no se ve, lo que se ignora o calla por razones de buen gusto o buenos modales, contaminándolo todo de estallidos vulgares y de insidias. El efecto era de extrañamiento radical y me pareció entender que el objetivo de la transgresión no era simplemente profanar, parodiar, agobiar la intertextualidad, sino, con todo eso, escenificar el proyecto siempre irrealizable de la significación: recordar que, como dijo Sarduy, el deseo de la poesía es siempre un deseo por antonomasia, en el vacío y ciego, para hacer surgir lo imposible: el festín del significado.
 
Vista desde hoy, esta imagen de los textos de sombra como cinturón fantasmal no me parece del todo infeliz. De algún modo sugiere la ambivalencia de un sistema de reversos donde los parentescos y armonías son más frecuentes que inesperados. "La obscenidad no existe. Existe la herida", exclama Seg, un poco ofendida, en Los poseídos entre lilas. Yo agrego: esa herida es precisa como un mecanismo de relojería, se repite a lo largo de la obra, con la monotonía obsesiva de una cajita musical donde resuenan pequeñas palabras desesperadas. En el mundo pizarnikiano, diría Octavio Paz, "todo es espejo": el derrumbe lingüístico de La bucanera de Pernambuco coincide con el silenciamiento final de Erzébet Báthory que se parece a la "reina loca" a quien le arrojan piedras cuando camina "en el interior de los cantos"; la morada negra de La condesa sangrienta duplica el teatro claustrofóbico de Los poseídos entre lilas, y anticipa el "infierno musical" de Extracción de la piedra de locura; la muchacha que muere abrazada por la Autómata de Hierro es una réplica de su Asesina, que es una réplica de la Condesa, que es una réplica de la autora, que es una réplica de Valentine Penrose y así, ad infinitum.
 
"Tú querías una escritura total, sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh avara", escribió Pizarnik en Extracción de la piedra de locura. Su obra se despeña por ese borde filoso. Va del lenguaje concebido como opción simbólica a un aquelarre semiótico. Vale decir: del lirismo al barroco, del sufrimiento al crimen. Y después se queda a la intemperie, en esos paisajes sedientos donde ha estado siempre, sin moverse, el centro inubicable del poema, apurado por encontrar la cicatriz, para hacerla más roja, más estable.
 
La casa de la poesía es de una contundencia absoluta y desoladora.
 
 
Autora
 
María Negroni (1951, Rosario) publicó, entre otros libros, Exilium, El arte del error, Elegía Joseph Cornell, Museo Negro, El sueño de Úrsula, La anunciación, Pequeño Mundo Ilustrado y Cartas extraordinarias. Obtuvo las becas: Guggenheim, Rockefeller, Octavio Paz, New York Foundation for the Arts y Civitella Ranieri. Actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Tres de Febrero en Buenos Aires..
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