calendario de la ausencia, mariana robles

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Un día de otoño, en una mañana inolvidable de 1991, mi padre muere. Aún recuerdo lo que veían mis ojos, esa perspectiva desde la cama de mi infancia; la mirada rebotando en el aire de la casa, entrelazando las sombras al piso y los rayos tenues del sol. Luego, la puerta abierta y la voz de mi madre fantasmagórica, un vago eco sin fuerzas. Ese ambiente lúgubre lo anunciaba todo, la realidad suspendida en mi visión de tinieblas y la inmediata certeza de lo trágico. 
Un año antes habíamos viajado juntos a Buenos Aires y en un paseo por la ciudad fuimos a un lugar de antigüedades, él se compró un par de zapatos marrones, yo elegí un estrafalario vestido rojo y verde. Me encantaba, aún lo tengo guardado entre mis tesoros que son pocos, era demasiado antiguo y hasta me quedaba un poco chico, pero igual lo usaba. Estábamos muy felices con nuestros nuevos vestuarios. Cuando volvimos a Merlo mi mamá no podía creer que hubiésemos adquirido esos disfraces y me dijo que el vestido era, literalmente, de la época en que su abuela era chica. Yo seguía feliz. El vestido era de novela, todo de raso, brillante, con una pechera y lazo ancho, la falda con cuadros rojos y verdes, volados en los hombros, puños fruncidos, una pinturita!
Cuando pienso en las horas que ya pasé sin él me doy cuenta que, ese transcurrir, suma más que todo aquel que estuvimos juntos. Pero sí recuerdo a la inversa, mis primeros años, las fotografías de niña, la multitud de imágenes a las que vive adosado, descubro que el tiempo es otra cosa: es materia plegándose en mí, como se pliega la cinta roja en la pechera estridente de mi vestido. En esa fisura de lo real es donde él se quedó prendido, habitando un mundo que lo detiene en la ausencia y que en el día a día de lo que me falta, se inscribe. Esto ha sucedido y esto sucede, en los pliegues de los pliegues, en la forma de las formas, dibujo tus ojos entrando en mi tiempo.
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