yeguariza, camila vazquez

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Desde el primer poema de Yeguariza la poesía se convierte en la experiencia de la libertad, la fuga, única tierra certera dice, única forma diría de echar races, domesticar, persistir en el deseo. Lleno de criaturas ávidas que circulan, se deslizan, lleno de memoria escrita en el andar, la escritura se confunde con una estampida en la llanura, imprimiéndoles a los poemas un registro particular: el ritmo de un galope interminable. Ese es el eco, la embriaguez de los versos, la piedra preciosa, la capacidad distinguible de Camila Vazquez: una poeta que parece saber de la raíz que penetra en el estómago y de la piel que se vuelve nervadura, que parece haber asistido a la sequía, a la estampida, a los ritos del paisaje, al peligro del enemigo silencioso, al estallido de las frutas maravillosas. Su paisaje la envuelve y ella amazona salvaje, montada en una yegua sin tiempo atraviesa el desierto, el monte, la selva, su lenguaje amplio. 

Poema tras poema la mirada de la poeta se amplifica espontánea, adquiere cristalinidad, esa espesura de lo primitivo que nos atrapa. La naturaleza en su fusión con la otra, en continuidad con la otra, la insondable naturaleza humana. Ambas tierras dan lugar a una voz reflexiva, no inmóvil ni tranquilizadora, sino visceral, indomesticable, un espíritu a campo traviesa. Esta es su joya. Viva deambula, son suyas las criaturas fieles, son suyos los designios de la noche, la cosecha, el terruño, la floración. El campo es caudal y sobre él la poesía se siembra visionaria, abriéndose paso, al corazón mismo de las cosas, a su esencia salvaje.
 Laura García del Castaño

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