territorios sin cartografiar, kike ferrari

$10.000

Por Juan Mattio y Marcelo Acevedo

Compartimos el prólogo que Juan Mattio y Marcelo Acevedo realizaron para el último libro de Kike Ferrari, Territorios sin cartografiar, editado en estos días por Indómita Luz, la «continuidad y profundización» de un trabajo en los confines del imaginario de la ciencia ficción. Este libro es «un artefacto hecho a base de incertidumbres y deformaciones», que no se deja leer como mera colección de cuentos pero que tampoco admite la lectura habitual que propone la novela.

.

1- Las cartografías en quiebra
En su brillante ensayo Estructuras topológicas de la literatura moderna, el poeta Hans Magnus Enzensberger nos dice que “la topología permite componer una teoría general del laberinto”. Su interés no es, como podría suponerse, hacer legibles las disposiciones espaciales de la ficción sino construir mapas de los planos narrativos con los que trabaja la literatura. Enzensberger da como ejemplo una canción infantil muy sencilla: “Un perro corrió a la cocina / allí se robó un hueso. / El cocinero lo mató / con un cucharón bien grueso. / Vinieron muchos perros. / Le hicieron un sepulcro / y en una negra piedra con lágrimas escribieron / Un perro corrió a la cocina / allí se robó un hueso… “

El mecanismo de la canción es, por supuesto, la repetición infinita de la misma secuencia pero, como bien indica Enzensberger, cada nueva imagen del perro robando el hueso no es un evento contiguo sino que la escena está en el interior de la anterior. De tal modo que la primera vez que se canta la canción es, podríamos pensar, la que funciona como marco y, entonces, es la que se encuentra más cerca a la realidad. Este es el mismo mecanismo que opera en la obra de teatro dentro de Hamlet que está, como sabemos, en un plano narrativo más profundo al funcionar como representación dentro de una representación mayor: “Ese límite entre el espacio interno de la ficción y el espacio externo de la realidad define, naturalmente, el hecho literario y, en suma, toda configuración estética”, dice Enzensberger.

Muy bien, esta configuración de escenas que dependen de otras y cuya realidad se debilita en la medida que nos adentramos en el juego de cajas chinas que supone una ficción que contiene otras ficciones, ha sido extenuada hasta el agotamiento en Territorios sin cartografiar. Si alguien intentara reconstruir qué cuentos sirven de marco a los otros, es decir, si algún lector se impusiera la tarea de rastrear el plano narrativo más cercano a eso que solemos llamar la realidad, ingresaría a un laberinto que, al parecer, no tiene salida.

O tiene salidas múltiples y contradictorias que hacen estallar la promesa de un regreso posible a nuestro mundo. El libro que imaginó Kike Ferrari está compuesto, en principio, por dos planos. En uno tenemos una ciudad llamada Buenos Aires donde está en vigencia un aislamiento estricto a la población y donde un escritor llamado Kike Ferrari sobrevive a la intemperie de sus pequeñas derrotas cotidianas mientras que, del otro lado, hay una ciudad llamada Shörshstad donde una escritora llamada Ángela intenta comprender lo que ella –y muchos otros- llaman el crackle, una ruptura en el espacio-tiempo capaz de generar una serie de eventos disociados y alterar la misma idea de sucesión o cronología. El tiempo, como en Hamlet pero también como en Philip K. Dick, está desarticulado: Time is out of joint. Entonces los loops y las inconsistencias y las nuevas formas de los verbos ser y estar que ya no logran precisión ni estabilidad.

Y en esa maraña donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”, sucede una comunicación entre Buenos Aires y Shörshstad: Kike intercambia mensajes de texto con Ángela de una forma tan fragmentaria y descompuesta como sus propios mundos. El problema es que la existencia de una realidad parece negar la existencia de la otra. En la realidad de Shörshstad, una ciudad llamada Buenos Aires fue destruida por un tsunami en el siglo XIX. En la realidad de Buenos Aires no hay, no puede haber, ninguna noticia de un lugar que reciba el nombre de Shörshstad. La pregunta es, parece ser, qué plano gobierna al otro. O, en los términos de Enzensberger, qué representación está más cerca de ese espacio exterior a la ficción.

Pero hay que tener cuidado porque en esa pregunta se funda el laberinto y quien crea que tomar el camino simple, el de los objetos reconocibles, donde la simple mención de una ciudad que conocemos y habitamos nos puede llevar a un territorio seguro, se equivoca. La historia que cuenta este libro es esa tensión que no podemos resolver. Es esa simetría entre dos ciudades que son, a un tiempo, reales e imaginarias.

La sombra de Tlön está, por supuesto, en cada página de las que escribió Ferrari para construir este libro. El procedimiento borgeano de una realidad simétrica y hostil que agrede a otra, que la invade, que intenta devorarla. Y dentro de cada realidad hay, a su vez, escritores y escritoras que intentan componer ficciones y donde, por supuesto, reaparecen elementos que creíamos ya situados en nuestra cartografía de planos ficcionales, para volver a distorsionar nuestras pocas y frágiles certezas.

Territorios sin cartografiar es como un Decamerón enloquecido, frenético, que se devora a sí mismo, que no logra encontrar la salida al encierro de lo imaginario, donde la peste invade la ficción y enferma de muerte a esa entidad omnipresente y sigilosa que llamamos Tiempo.

2- La historia es un monstruo
Para quienes vengan siguiendo la literatura de Ferrari este libro trae algunas continuidades pero también rupturas. A nadie puede escaparse que con la novela Todos nosotros (2019) el autor inició un trabajo en los confines del imaginario de la ciencia ficción. Un grupo de amigos y militantes políticos, una máquina del tiempo, un plan desquiciado: viajar a 1940 y desarticular el asesinato de León Trotski. Aunque en ese texto todavía perduraba la gramática ficcional de la novela negra, era evidente que Ferrari estaba reconstruyendo su campo de acción y que, en ese sentido, la lectura de Philip K. Dick había logrado distorsionar –en quién no- sus ideas para definir tanto la realidad como la historia. Y cualquiera sea la ontología y la filosofía de la historia a la que uno adscriba, no es posible transformar esas ideas básicas, medulares, sin transformar, al mismo tiempo, todas las posibilidades de representación y los procedimientos técnicos que supone una literatura.

Territorios sin cartografiar es, nos parece, una continuidad y una profundización en esa búsqueda. Un libro que no se deja leer como mera colección de cuentos pero que tampoco admite la lectura habitual que propone la novela. Un libro que es, más bien, un artefacto hecho a base de incertidumbres y deformaciones. Es ya notoria la lectura de China Mieville y de esa corriente que conocemos como New Weird. No sólo por los híbridos genéricos sino, acaso, por algo más importante: su apuesta a los imaginarios alucinados, disruptivos, que atacan con furia las causalidades realistas y euclidianas.

Pero nos gustaría hacer notar lo que entendemos como una de las rupturas más significativas entre Todos nosotros y este libro. La misma idea de una máquina del tiempo, su uso sobre el pasado (a diferencia de H. G. Wells que eligió dirigir su viaje al futuro desde 1895), la misión política de alterar un evento para producir un nuevo presente, la sensación de aporía histórica que mostraban sus personajes; daban como resultado un conjunto melancólico y, tal vez,  desesperado. Ferrari escribió en esa novela un manifiesto del realismo capitalista, una muestra de hasta qué punto nuestra época siente la ausencia de eso que Fredric Jameson llama “pensamiento histórico”.

Es el propio Jameson el que construye una hipótesis que podría sernos productiva. En su ensayo “Progreso frente a utopía: ¿Podemos imaginar el futuro?” afirma que la novela histórica, como forma literaria, es un producto de finales del siglo XVIII y por lo tanto, una consecuencia de la aparición del historicismo en su sentido moderno: “una forma narrativa peculiarmente reestructurada para expresar esa nueva conciencia”.

Muy bien, pero Jameson da un paso más al afirmar: «El momento en el que la novela histórica en cuanto género deja de ser funcional, es también el momento en el que aparece la ciencia ficción, con las primeras novelas de Julio Verne. Tenemos por lo tanto derecho a completar la explicación de la novela histórica dada por Lukács con el contrapanel opuesto: la emergencia de la ciencia ficción en cuanto forma que ahora registra una naciente preocupación por el futuro, y lo hace en el espacio en el que en otro tiempo se había inscripto la percepción del pasado”.

Nos preguntamos qué reconfiguraciones pueden detectarse en la ciencia ficción, hija legítima del historicismo, en las primeras décadas del siglo XXI, cuando el “Fin de la Historia”, anunciado por Francis Fukuyama en 1992, ya no es una idea abstracta sino una sensibilidad hegemónica. Creemos que la respuesta inmediata debería buscarse en las distopías. La ciencia ficción sobrevive en tanto produce iluminaciones sobre el inminente colapso.

Desde esta perspectiva es lógico suponer que un autor marxista, como es Ferrari, se niegue al imaginario distópico y construya una puerta de emergencia: volver a la primera mitad del siglo XX, salvar a una de sus figuras centrales y poner en marcha así la posibilidad de una nueva línea de fuga que evite la derrota. Pero la idea es tan lógica como desoladora en la medida que postula un presente sin horizontes revolucionarios, de puros callejones sin salida.

Es en este sentido que el tiempo desquiciado de Territorios sin cartografiar nos parecen una alternativa y un desvío ante la parálisis. El tiempo monstruoso permite que se instalen sobre él nuevas historicidades que son, en suma, nuevos resquicios políticos. Al tiempo quieto, fijado, de Todos nosotros podemos oponerle, ahora, el crackle, los desgarros que enloquecen la realidad y, con ese movimiento, vuelven a fundarla. Ferrari parece decirnos en este nuevo libro que estemos preparados, porque habrá que aprender nuevas causalidades y nuevas formas de habitar las incertidumbres, pero que algo, en algún lado, ya está en movimiento.

 

 

Compartir: