Piedras, Anahí Mallol

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En Piedras, el ejercicio de un mirar completamente externo, enfocado en la existencia de un objeto en particular y sus múltiples facetas, caracteres y especies, permite a la voz de Anahí Mallol descubrirse en eso que estudia.

Una postura netamente observadora —al punto de parecer científica— preside el ingreso del lector al texto. Pero bastan un puñado de versos para que el calor comience a generar sus emanaciones y aquello que daba la impresión de ojo aséptico abre el costado contemplativo. De este modo, los poemas van sucediéndose y las piedras se hacen ver, no ya como piezas a describir, sino como tótems al modo de Poussin, Magritte o Bonnefoy. Es decir, a veces ocupando todo el espacio de la obra, otras compartiéndolo en su hieratismo, otras centrándolo.

Una y otra vez en todo el libro se inserta una cuña que genera y reaviva el diálogo. Es un mandato-deseo enunciado ya desde el primer verso del primer poema: “hay que ser como una piedra”. Esta orden-anhelo que, conjugada en el modo impersonal, obliga no por autoridad sino por necesidad, impone el cristal a través del cual se va a mirar. De ahí en más, las idas y venidas en la interlocución, aun cuando el cuestionamiento tome una posición apartada, se medirán siempre por el rasero de ese mandato: “Si hubiera logrado —digo— ser / otra cosa / algo valioso por sí mismo / algo atractivo / una piedra preciosa / ahí, presente en su brillo / soberana de sí misma / puro afuera puro destino / te hubieras quedado conmigo?”.

Y es en ese puro afuera donde tiene lugar el realce distintivo del texto. Lo que ocurre en la piedra; lo que el ojo extrae de ella; lo que lo hace rememorar; lo que lo sumerge en el sueño o la fantasía, es a lo que la voz se entrega. Una fascinación duradera expande los sentidos y no sólo logra espejar, sino también colocarnos en otro plano de la sensibilidad. La corriente vital que viaja en el interior de las piedras es advertida como un caudal para sumergirse. Ahí es donde el espejo se hunde y emerge de él lo inquirido: “por eso la piedra como legado / la piedra dura que en su rotundidad / su presencia a la vez plena y oculta y misteriosa / sólo habla por pequeños detalles / por modos de reflejar o refractar la luz / por matices y sutilezas / por silencio / por belleza y resistencia / piedra sensible piedra mía”.

Estamos así ante la piedra sensible, que no es otra que la piedra investida por el yo. Ese recubrimiento, además de cumplir con el mandato-deseo, es la prueba de la presencia. La voz poética, que percibíamos como deslindada del cuerpo, cobra ahora entera dimensión en su volcarse hacia el objeto. Y no sólo lo ronda, también lo penetra: “yo no sé nada de piedras / sólo sé / a medida que pasa el tiempo / y me vuelvo más callada más quieta / más meticulosa en pensamiento que / una piedra / es una piedra”.

Por último, es de destacar la cuidada, singular edición del libro. Su delicada rusticidad coloca ante el lector la cosa antes que la palabra. De esta manera, pareciera ser que la experiencia por aprender consiste en tomar conciencia de que la quietud ejerce su oficio en nosotros y que, como dijo Abdelmajid Benjelloun, “en la piedra, la inmovilidad es labor”. Lección que encuentra su eco en la voz cuando la oímos decirse a sí misma: “la piedra en el vado piedra puesta / en el medio de un cauce / para que la use todo el mundo ésa / es la piedra que quiero ser”.

Leandro Llul

 

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