Malicia, Leandro Ávalos Blacha

$10.500

“Cuentan las leyendas cinematográficas que las manos enguantadas que aparecen en las subjetivas de Michael Myers en Halloween son las mismísimas manos de John Carpenter. Y que Dario Argento recurre a un procedimiento análogo en películas como Rojo profundo o El pájaro de las plumas de cristal. Dicen que, más allá del cameo encubierto, es en esos momentos cuando los espectadores comulgamos, cómplices, con los creadores. En el momento en que empuñan el cuchillo más grande y lo hunden sin piedad en cualquier parte de la anatomía de la víctima. Es por eso que uno lee Malicia y no puede dejar de pensar en Leandro Ávalos Blacha escribiendo a máquina con guantes negros. Como si fuera un serial killer que ajusticia con total impunidad y desparpajo, mientras cita feliz y homenajea, con un humor negro inigualable, a nuestro maestro: el conde Alberto Laiseca.”
  
Leonardo Oyola

Fragmento

La sala del teatro El Zócalo era un cúmulo de tensión, a oscuras, con una melodía tétrica que hacía que los espectadores miraran inquietos a los costados. Estela tomó la mano de Aldo; Valeria, la de Pedro. Con esa compañía se sentían seguros. A la función habían asistido varios compañeros del grupo de jubilados. Marta extrañaba a su perra. Los reflectores se encendieron y enfocaron la puerta de acceso, por donde entró corriendo una mujer. Se la veía agitada. Miraba hacia atrás y a los costados de manera continua. La gente, algo desconcertada, también miraba para todos lados, como ella. Hubo algunos aplausos tibios, que sólo unos pocos espectadores acompañaron. Por los altoparlantes se oía el sonido de otras pisadas. Un andar lento, pero firme, y una risa maléfica. A veces el sonido de un golpe o una puerta que se cerraba en algún punto específico de la sala. La mujer corrió por el pasillo, entre las butacas, y alcanzó el escenario. La gente reconoció a Cosa Nostra, una olvidada vedette de los años ochenta, y ahí sí aplaudió. Llevaba años sin actuar. La mujer dio vueltas por el escenario, como dudando en qué dirección ir y finalmente se perdió por una puerta trasera. La sala quedó a oscuras. Una pantalla gigante mostraba a Cosa Nostra caminando por los pasillos de un teatro desierto y en penumbras. Se veía el avance de la mujer desde su perspectiva, en primera persona. Se oía su respiración. El sonido de sus tacos. Atravesaba corredores y escaleras sin otra luz que la pantalla de su celular. Se encontró con una puerta, y forcejeó para abrirla, pero estaba cerrada. Volvió sobre sus pasos siguiendo las indicaciones de emergencia y escapó por una salida lateral. Al final de un pasillo se veía la calle iluminada por las luces de los relámpagos. Se oían el viento y los sonidos de la tormenta. Cosa Nostra corrió bajo la lluvia por una peatonal vacía y sin luz. Al llegar a la esquina, giró y divisó la silueta que aún la perseguía. Apurada, se ocultó detrás de un muro que dejó toda la pantalla en negro.

El ruido de la lluvia persistía. También la respiración de la mujer. Fueron cerca de tres minutos de absoluta oscuridad. El público comenzó a mostrarse incómodo. Luego, un grito. La pantalla se encendió con la perspectiva del asesino. Una mano negra tomaba a Cosa Nostra por el cuello y la sometía, mientras otra la acuchillaba. La mujer gritaba e intentaba soltarse. El hombre, sin embargo, la dominaba. El vestido blanco, mojado por completo, manchado de sangre, se le pegaba al cuerpo. Sin quitarle el cuchillo, el atacante la cargó hasta el borde de una baranda y la arrojó al lago revuelto. El agua se tragó a la mujer. La mirada del asesino se levantó hacia el cielo negro de Carlos Paz.

Autor
Leandro Ávalos Blacha nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1980. Es autor de los libros Serialismo (Premio Nueva Narrativa Sudaca, Border, 2005), Berazachussetts (Premio Indio Rico, Entropía, 2007) y Medianera (Eduvim, 2011).

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