LA GRAN MESETA, MARTÍN ARMADA

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Los hombres libres deben sentir orgullo de lo que necesitan, dice Martín Armada en el primer poema de este libro, antes de emprender la procesión por el desierto de la gran meseta. El terreno a recorrer se expande entre dos hondonadas, ¿o son dos elevaciones?, entre el rayo y lo oscuro, sumido en esa luz algodonosa, lunar, que borronea dolor y felicidad por igual.

En tres actos, Armada teje el drama del que viaja hacia la incertidumbre. La medida la ponen los objetos: bajo un sol imperial, otros vivían / cuando este carburador funcionaba. Los mensajes, las posibles exégesis llegan en sueños: Sueño: un patio donde hay una higuera, / alguien que dice “hacé las cosas solo”. Y también son las cosas las que esgrimen el mandato del estoicismo: el perfil de un edificio, trastocado ahora en ídolo de piedra, obliga a continuar la travesía a pesar de la inclemencia, porque ya no hay lugar donde volver. Aguantá la lluvia, dice/ aguantá el sol, dice / aguantá el viento.

Mientras tanto, el camino va mutando de la extrañeza a la resignación. La curva del terreno, la curva de la luz, la curva de la vida, se funden en una sola. La evocación a Mansilla, el cronista elegante, despliega antes de comenzar la imagen de quien va, campo traviesa, hacia lo desconocido, en otro desierto, en otra hostilidad.

La gran meseta avanza desde un presente detenido hacia un futuro incierto, que llegará, así como el fin del mundo en Los hombres huecos (T.S. Elliot), sin ruido; abriéndose paso como una bestia sigilosa, de la que difícilmente podremos escapar.

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