La fórmula de la mariposa o ensayo frustrado sobre la menstruación, Natalia Monasterolo

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La sangre es gramática y de esa grámma (letra) deviene un lenguaje que durante mucho tiempo tuvo para las mujeres la forma del tabú, de la vergüenza. La gramática puede parecer dura pero puede ablandarse. Natalia Monasterolo invierte los términos de las humillaciones patriarcales (tantas y tan sofisticadas) y las renombra: en su cuerpo, en sus formas de habitarlo, en su quehacer profesional.  

En La fórmula de la mariposa, una niña ve su cuerpo transformarse con el pulso del reloj que le impone la química, entra a la “cofradía de las sangrantes” por una puerta demasiado extraña, que vuelve todo su recorrido más serpenteante y caótico. Allí es donde su narración se hace sólida, crece y se define entre historias que entremezclan su vida íntima, su vida pública.  

¿A quién le pertenece nuestro cuerpo? ¿Es una construcción o una aleación nueva de sentires y pensares que debería expresarse libre?

“Había sangrado antes por efecto de cócteles hormonales y píldoras anticonceptivas, pero esa era una sangre muerta, terriblemente química y ajena. Cuando descendió aquella vez por la ladera de la vagina la sensación fue de alucinación; ingresaba a una hermandad ancestral. Me sentí literalmente inscripta en la orden de las sangrantes. Y después de explotar en una comunión de corpúsculos rojo intenso, mi cuerpo respiró”.

Una escritora que se desmarca de la academia para atravesar la aventura de la prosa con los vahos de la literatura.

 

Fragmentos de la novela:

El agua hierve a cien grados centígrados. ¿A qué temperatura
hierve la sangre?
No existe punto exacto de ebullición; la sangre se calienta y la
presión se eleva, pero la exactitud cuántica de ese reviente no es un
cálculo sencillo.
Parece que la sangre es astuta, se guarda algunos datos de su
devenir, porque —claro, deviene; es gramatical—.
Escribo.

*

La menstruación se instaló en mi cuerpo después de parir.
Fue casi un año después de ese salvaje derramamiento sanguíneo
cuando por fin la menstruación anidó en mis ovas. Todavía no lo
creo; tenía treinta y cinco.
Había sangrado antes por efecto de cócteles hormonales y píldoras
anticonceptivas, pero esa era una sangre muerta, terriblemente
química y ajena. Cuando descendió aquella vez por la ladera de la
vagina la sensación fue de alucinación; ingresaba a una hermandad
ancestral. Me sentí literalmente inscripta en la orden de las
sangrantes. Y después de explotar en una comunión de corpúsculos
rojo intenso, mi cuerpo respiró.
Pero corrieron varios ríos y se repitieron bastantes constelaciones
hasta que entendí que el hilo rojo que me tensaba no era el de la
leyenda japonesa; había amor, claro, aunque no entre amantes.

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