Dos sherpas, Sebastián Martínez Daniell

$12.500
Dos sherpas están asomados al abismo. Contemplan el cuerpo de un turista inglés que se ha despeñado desde el monte más alto del Himalaya. Hablan entre ellos: no mucho, apenas unas palabras. El sol ilumina la nieve sobre la ladera sur del Everest; sopla el viento. Y eso es –podría decirse– todo lo que ocurre en esta tercera novela de Sebastián Martínez Daniell.
 
¿Qué procedimiento se pone en juego, entonces, para que esa escena sencilla y sobria estalle en significaciones a lo largo de un centenar de capítulos? La respuesta es este libro, su textualidad, el único modo posible de relacionar a ese inglés y a esos guías de montaña detenidos en medio de una cordillera con el devenir de la historia y con su dialéctica. En estas páginas Julio César y Pompeyo coexisten con el desplome de un montacargas municipal; los hongos y las algas, con William Shakespeare; la geología del siglo XIX, con Monet y Renoir… Y la lista sigue, potencialmente inextinguible. 
 
La energía que logra sostener la cohesión de tal heterogeneidad proviene de la voz narrativa; una exploración del lenguaje que oscila entre poéticas del desborde y del desapego, recursividades y astringencias, según la materia que aborden. Una voz que termina por encontrar un matiz distinto, un tono pertinente, para cada una de las inagotables facetas que componen esta sólida novela poliédrica.
 
 
 
Fragmento
 
 
Uno
 
Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo.
 
 
 
Dos
 
Uno de los sherpas se distrae un momento. Es joven, un adolescente casi. Sin embargo, ya hizo cumbre dos veces. La primera, a los quince años; la segunda hace pocos meses. El sherpa joven no quiere pasar su vida en la montaña. Está ahorrando para estudiar en el extranjero. En Dhaka, podría ser. O en Delhi. Estuvo haciendo averiguaciones para anotarse en Estadística. Pero ahora, mientras su mirada se concentra hasta vaciarse sobre la oquedad topográfica, se ilusiona con que su vocación sea la ingeniería naval. Le gustan los barcos. Nunca estuvo en uno: no le importa. Le fascina la flotación.
 
¿A quién no? ¿Quién no envidia a las medusas y su deriva sobre el piélago? Esa sensación de dejarse llevar. Ese despliegue fosforescente y sutil, sin vanidad; que las corrientes se ocupen del resto. Flotar. Desentenderse del curso de la historia: no cargar esa cruz. La amoralidad sin excesos y sin culpas. La ceguera y la bioluminiscencia. La electricidad tentacular que revela la penumbra del océano nocturno.
 
 
 
Tres
 
El otro sherpa caminó por primera vez las laderas del Everest cinco semanas después de cumplir los treinta y tres. Había llegado a Nepal seis años antes. Con buena tonicidad muscular pero sin conocimientos avanzados de montañismo. Alguna experiencia previa sí, aunque inorgánica, desarticulada, sin entrenamiento específico. Desde su bautismo como sherpa trató de alcanzar la cima cuatro veces. Ninguna de esas expediciones lo logró. No siempre por su culpa, debe decirse. Pero esta recurrente postergación explica de algún modo que su gesto se deslice ahora un grado más allá: del escepticismo hacia el fastidio. Turistas..., piensa el sherpa viejo, que no es viejo ni propiamente un sherpa. Siempre hacen algo, ellos, los turistas, piensa. Y entonces habla. Señala con un ademán ambiguo el vacío, la saliente donde yace tendido e inmóvil el cuerpo de un inglés, y dice:
 
–Ellos...
 
Y así rompe el silencio. Si es que puede llamarse silencio al ruido ensordecedor del viento pasando a través de los filos del Himalaya.
 
 
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