brilla, sombra, maría ragonese

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La escritura de María Ragonese, parafraseando a Adélia Prado, nos permite encontrar granos de salvación, no escondidos, pero sí desperdigados en la orografía de sus poemas. Devenimos en el mismo acto escaladores, lectores, entusiastas zahoríes sin entrenamiento.
No es necesario cavar profundo ni proveerse de sofisticados aparatos teóricos. Cada verso se abre ritualmente en un diálogo interespecies sin jerarquía alguna.  
Una comunidad que hospeda una genealogía femenina, hija de la tierra y de la violencia; consciente de su linaje animal y vegetal. Las cosas, los sueños, quien habla en el poema y lo imaginado están en un pie de igualdad. Todos comparten el estatuto de lo viviente, de lo real.
Veneno para hormigas, valeriana para las sombras, el ruido del mar, lobos amansados, agujas de pino en frascos de cristal, los huesos de mamá, una muñeca negra. Cada cosa esplende, cura o espanta como continuación del poema por otros medios.
La representación verbal expande sus límites para albergar la transformación. Máxima aspiración de la escritura poética que no se contenta con trucos y refucilos retóricos.
En el oxímoron del título: Brilla, sombra está la clave. No hay abono más fértil que la materia en descomposición, nada posibilita más el brillo que la sombra pródiga vuelta poesía.  
Funciona como el amor cortés de los trovadores provenzales, en el que la propia mesura les impedía pronunciar el nombre de la amada; por eso lo sustituían por un seudónimo poético o senhal. Una suerte de amuleto.
En el libro de Ragonese la senhal no está para describirnos o contarnos o explicarnos las cosas, sino que está ahí para situarnos entre las cosas (pura presencia), tal como Meschonnic pensaba a la poesía.
¿En qué es el poema radicalmente diferente del relato, de la descripción? Estos nombran. Estos permanecen en el signo. Y el poema no es signo.
Es decir que la senhal que invoca este bello libro no está para deslumbrarnos, sino para reconocernos, como en el pelo blanquísimo del padre, ese pelo que no brilla como la nieve.

Alejandro Méndez

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