tristeza y otros poemas de augusto bazán, alejandro felipe sánchez

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En la torre de adobe de la iglesia de Santa Rosa, en el valle Calchaquí, sobre el alféizar de uno de sus arcos, encontré en un paseo veraniego el esqueleto de un pájaro apenas emplumado. No me impresionó tanto la carne negruzca adherida con desprecio a sus huesos, como la posición anormal de su figura. Llevaba muerto varios días. Mucho guano y unas pajas desmembradas por el viento parecían sus ofrendas funerarias; testigos de su vida, quedaban allí, al fin sus únicos bienes sin herederos. ¿Quién recuerda a los pájaros muertos? Me pregunté. 
Y pensé que ese animal, aun habiendo vivido bajo su condición preestablecida genéticamente, también fue un centro de emociones. Pude ver su piar desmesurado reclamando el gusano regurgitado de la boca de su madre; el torpe vuelo inicial, y al tiempo el vértigo de la conquista del espacio; la llamada ciega del amor y su competencia testificada en hijos que no hubo de reconocer; el desparasitarse mecánico de su pecho y de su vientre; sus baños en charcos de alas doradas al sol; pude soñar con su regreso metódico al viejo campanario, cada tarde, y hasta esa última y final. Pensé, que el pájaro pensaba. ¿Saben los pájaros que van a morir? ¿Les preocupa la vida eterna, o, cuando menos la memoria de haber sido alguien? No, sólo los hombres tenemos esas inquietudes, sólo nosotros estamos condenados a resolver la incógnita del tiempo, y sin embargo, salvo por la memoria que él no dejará en nada que no sea estrictamente biológico, (su descendencia), ambos vamos a desaparecer. En el magma de la vida que el azar designa a cada uno, al menos, y al fin, su muerte fue motivo de poesía.

 

Tigre, noviembre de 2005

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