la mar en medio, alfredo fressia

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Más de una vez imaginé la casa de Alfredo en São Paulo. No lo hice a partir de datos concretos entrevistos en algunos de sus libros. La armé a mi antojo: es una casa pequeña con ventana a la calle donde encorvándose un poco puede ver a los transeúntes. Descubrí el tono de las paredes, adornos de madera, monedas de dos países y libros apilados frente a una taza ennegrecida. Hay una imagen de Yemanyá sobre la puerta que me recuerda a unos San Jorge descubiertos en el mismo lugar de otras puertas que van a dar a mi infancia. Frente a la taza, Alfredo rumia un poema. Sin Juan, sin Jean, está más solo, y cada vez se siente más lejos también, como si la frontera de Uruguay y Brasil se desplazara en silencio, separando cada vez más un paralelo del otro. Esa intimidad de puertas adentro, que pocas veces vivimos en los hechos —todos cambiamos cuando estamos delante de otro, sea este un amigo, un amante, un familiar—, es la del Poeta de este libro. Esa mar en medio, el camino entre el que era y el que es. Lo perdido, por un lado,  que se recupera en un asalto de los sentidos, nos lleva al lugar y nos vuelve a la taza frente a los libros, pero también lo que no se recupera, lo que está quién sabe dónde, sonando o disonando, en español, en portugués, en una mezcla de ambos idiomas. Cuando pensamos —piedad mediante— en esos hombres y mujeres que pierden la memoria todo es dolor para nosotros. Recuerdo, sin embargo, las palabras de la madre de mi madre que alguna vez me dijo que quería dejar de recordar porque continuamente la asaltaban recuerdos que la llevaban lejos para dejarla de un golpe ahí, delante de otra taza, delante de otra mesa. ¿Para qué tanto recuerdo? Se preguntaba. No hace mucho Alfredo me comentó que su abuela gallega solía decir: Cuando un problema no tiene solución, ya está solucionado. A la sombra de Garcilaso de la Vega —¿o debería decir a la luz?—, fiel amigo de otro Juan (Boscán), el Poeta de este libro explora plantas —palabras, formas métricas— como el tan montevideano tamarisco, que resiste donde nacen el frío y el calor más extremos mientras camina  —como si caminara hacia su calle Marsella, o a la calle Libres de su amigo, el también escritor Juan Introini— hacia ese origen de una Montevideo transformada, de un Instituto de Profesores que traen los sueños cada tanto, de amigos, y amores que lo llaman a los gritos y que se desvanecen cuando se detiene a mirarlos: Piel de la noche, diente de leche, polvo que vuela con el viento del mar, condolido de sí mismo por ser quien debe enterrar a sus muertos hasta que sea otro Poeta quien continúe esa carrera de postas que va a dar a la ceniza, pero que mantiene vivas las palabras propias en la boca de los otros: Aquí yace el despojo de un poeta/ Nació bajo un eclipse, fue extranjero/ nada os pidió, labró un Edén de ausencia/ y al fin reunió en la aurora a sus espectros.

Horacio Cavallo

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